Chelva

Chelva funciona porque no te pide casi nada. Trayecto corto. Sombra donde hace falta. Agua fría que te despierta aunque hayas dormido mal. Salimos tarde, olvidamos la segunda toalla, y aun así parece que llegamos a tiempo. Aparcamos junto a una panadería que huele a mañana recalentada. Los niños discuten quién lleva la mochila pequeña. Ninguno. La llevo yo y fin del debate.

El camino es fácil. Polvo que no se pega. Un túnel que convierte los susurros en risas. Los dos prueban el eco, luego el agua. A los diez minutos, la primera poza. Clara hasta contar las piedras, fría como para soltar un “uf” entre dientes. Reglas rápidas, sin discurso: hasta las rodillas, un adulto dentro, otro fuera, las meriendas secas. Todos asienten como si ya lo supieran.

Avanzamos de sombra en sombra. El mayor señala peces que son hojas. El pequeño mete tres piedras en el bolsillo y una cuarta que descubriré en la lavadora. El móvil se queda guardado. Pesa sin servir. Y quizá por eso el día parece distinto.

La comida es tortilla aplastada entre pan, uvas con polvo y un zumo que nadie reconoce. El pequeño se duerme encima de mí, caliente y pesado. La camiseta sirve de almohada y de toalla. Cambiamos turnos. Mismo río, nueva luz. Parece más hondo, pero no. Es la tarde jugando con nosotros.

No forzamos la vuelta completa. La mitad basta cuando todos están contentos y llenos de barro. Prometemos una última zambullida y la cumplimos. Zapatos mojados fuera, arena en los míos. El coche se vuelve café improvisado. Silencio atrás. El trofeo que no se puede colgar.

De regreso, el valle rueda despacio. Muros de piedra, olivos, ropa tendida sin prisa. Y me vuelve la misma idea: mi español alcanza para el café y para pedir perdón, pero no para hablar de verdad. Los pueblos pequeños merecen frases, no gestos. Si alguna vez sentiste ese tirón después de un día de río, la solución no es otra app, es gente, un aula y constancia, como Spanish Course Barcelona. Preguntar al señor dónde está la poza buena, entenderlo, responderle. El día cambia. Dejas de adivinar.

Cosas que se ganaron su sitio en la mochila: escarpines, una bolsa estanca (una, no dos), camisetas de manga larga para no perseguir la crema solar, sombreros de repuesto porque el primero siempre desaparece en el mejor sitio, un rollito de esparadrapo para rozaduras, casi nada y salva el día. También una bolsa de basura para lo mojado, porque el “solo los pies” nunca se cumple.

Reglas suaves. Irse antes de que el cansancio se vuelva llanto. Adaptar la caminata a las siestas, no al revés. No coger nada vivo. Piedras sí, tres por cabeza (que siempre acaban siendo más). Negociación en el coche después, como diplomáticos cansados.

Fotos que sí hicimos y no pensamos demasiado. Manos en el agua, no caras. El túnel con su puntito de luz. La sombra de una libélula que no quiso posar. La bolsa de pan sobre el techo del coche mientras busco las llaves y hago ver que era parte del plan.

Volveremos cuando apriete el calor. Mismo túnel, mismo primer paso que te corta la respiración, y seguro la misma piedra escondida que descubrirá la lavadora con queja incluida. No pasa nada. Repetir también cuenta. No es la ruta perfecta ni la gran vista. Son los mismos días pequeños, bien vividos, hasta que se vuelven parte del idioma de la familia.

Leave a Comment