Curry, cucharas y caos: una comida familiar sin pantallas

El otro día nos lanzamos a una aventura culinaria que, sin saberlo, se iba a convertir en una pequeña batalla campal con final feliz.

Fuimos a un restaurante indio.

Nosotros cuatro y los abuelos.

Y fue una locura.

Nada más llegar, nos ofrecieron dos sillas para los niños. Ángeles y yo nos miramos como diciendo “oye, esto va bien”.

Cinco minutos de paz.

Cinco.

Como máximo.

Luego, uno de los peques pilló una cuchara y empezó a golpearla contra la tapa de cristal de la mesa.

BOOM.

Y, como si fuera coreografía, la otra se unió. BOOM BOOM BOOM.

Todos mirando.

Los dueños pasaron, sonriendo con esa amabilidad que te hace sentir menos culpable por el caos infantil. Hasta que cometieron el error: nos regalaron un centro de mesa con flores de plástico en un jarrón de metal.

BOOM BOOM BOOM otra vez.

Todos mirando más fuerte.

Y como si el jarrón no fuera suficiente distracción, uno bajó de la silla para ir a pegar a su hermana con el mismo jarrón. No con fuerza, sino con esa malicia juguetona que sólo los hermanos pequeños manejan tan bien.

Acto seguido, llegaron los platos de metal con su velita debajo para mantener el curry caliente.

Gran error.

Empezaron las maniobras de rescate: un niño intentando tocar la vela, el otro queriendo pegarlos platos calientes con el jarrón, cucharas volando, vasos retirados al rincón como si estuvieran en prisión preventiva. Yo moviendo platos como si fuera un camarero de discoteca.

Y ahí, en medio del fuego cruzado, la duda habitual:

¿Soy mal padre?

Porque no me molesta tanto que jueguen. Me gusta, la verdad. Lo que me mata son las miradas. Las caras de “qué molestia”, “qué padres más incapaces”.

Pero entonces, pasó algo.

Un señor borracho, de camino al baño, se paró, sonrió, y nos dijo: “¡Están empezando a trabajar muy jóvenes, eh!”. No tenía mucho sentido, pero daba igual. Había comprensión en esa sonrisa.

Y en ese momento, eso valía oro.

¿Y la comida?

Cinco segundos para comer, un minuto para salvar a un niño del fuego, un minuto más para redirigir una cuchara y sacarla del suelo… y así sucesivamente.

Pero al final, entre cucharas, jarrones y curry medio frío, nos dimos cuenta: habíamos pasado más de una hora con los niños, comido todos juntos… ¡y sin una sola pantalla! Ni siquiera lo pensamos.

No hizo falta.

Y eso, para mí, fue un éxito total.

Un rato de caos, sí. Pero también un momento de conexión real.

Me sentí orgulloso.

Aliviado.

Capaz.

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